Desde entonces los entrenadores atraen mi atención. Puede que, al verlos en esa posición de privilegio, dando órdenes a los jugadores, con esa supuesta autoridad sobre el entorno, mucha gente tenga la falsa sensación de que son tipos a los que envidiar.
Pero yo siempre pienso en lo solos que están. Han adquirido la madurez que a los jugadores en activo les falta, ellos ya pueden ver el deporte desde una perspectiva más sabia, más calmada, más completa. Sufren como nadie la velocidad del juego. Ésa que hace que Guti esté muerto y enterrado un día y sea un genio imprescindible siete tardes después. No hay tiempo, la vaca está sobreordeñada con partidos a todas horas, así que la formación de los jugadores tiene que condensarse en los quince días de pretemporada y en las correcciones a cada partido concreto.
Es algo así como dar clase subido a la montaña rusa.
Es la estampa perfecta de la soledad. Acaba por ser alguien que sabe mucho de un juego al que no puede jugar
Aquí el presidente siempre tiene cara de estarse preguntando: ¿me habré equivocado contratando a este tipo? Luego, en una especie de juego teatral, en el campo, el jugador es la pieza fundamental y el entrenador sólo el espectador con mejor asiento o, mejor dicho, el más cercano al césped. La suerte como entrenador está depositada en ellos y si las cosas no salen bien los marineros hundirán el barco sin que el capitán pueda hacer otra cosa que esperar la patada que lo mandará a los tiburones.
Puede que no todos los españoles llevemos un jugador dentro, que nos sintamos un poco disminuidos ante Messi o Raúl, pero no existe español que no lleve un entrenador resolutivo, fiable y drástico metido en sus zapatos. Todos sabemos lo que hay que hacer, como esos padres que van a ver el partido del chaval y se ceban con el entrenador de su hijo porque no es capaz de sacarle el potencial que él sabe que el niño tiene porque lo ha visto a la hora de la merienda.
El entrenador llega a una ciudad desconocida con su familia, escolariza a sus hijos, convence a la mujer de que cualquier infumable pueblucho es tan disfrutable como Nueva York. Me imagino los domingos a la noche cuando llega a casa tras la derrota y se mete un pastillazo para poder dormir.
Cuando los familiares se fatigan de ceses y cambio de residencias y colegios, le dejan ir solo a su nuevo empleo y el entrenador ocupa un hotel o un apartamentito y se pasa las horas libres colgado del teléfono, diciéndole a su niña que apriete en los exámenes mientras en el vídeo repasa el partido que perdieron el domingo sin que le parezca tan dramático el mal juego de los suyos.
A los entrenadores se les va poniendo una cara amostazada con el tiempo y, por mucho buen carácter o entrega de profesor de colegio que tengan, no es raro verlos en algún casinillo local o con la nariz roja y las venillas coloradas y no precisamente por el frío. Desarrollan con su segundo y a veces con su preparador físico una especie de relación cómplice y rutinaria que se parece más a la serie Matrimoniadas que a un éxtasis deportivo.
El entrenador termina por ser alguien que sabe mucho de un juego al que no puede jugar. Sólo la capacidad de resistencia a la frustración y el placer del juego y el buen sueldo le harán seguir a lomos de la montaña rusa, aguardando el día en que por fin le toque un partido histórico, pero incluso ese día no olvida que los protagonistas son otros.
Y con la maleta siempre hecha para cuando llega la tarde en que el presidente o el hijo del presidente o un vocal de la junta con más arrestos le enseña la puerta de salida con gesto alicaído. Y llega la mañana, a veces no demasiado lejana de aquella otra en que se presentó a la plantilla cargado de esperanzas, en la que se despide de alguno de los jugadores con un apretón de manos o de los otros sacándose un puñal de la espalda. Y ese tipo adusto y serio vuelve a ponerse en el camino hacia ninguna parte, donde tan magistralmente situó el añorado Fernán Gómez a nuestros cómicos de la legua.